domingo, 15 de abril de 2007

COMIENDO ANCAS DE RANA.

Creo que se me olvidó comentar algo de mis aventuras gastronómicas. El jueves mi buen amigo Alberto me llevó a una cervecería curiosa en Arroyo de la Miel. De cada mesa se erguía fálicamente un surtidor de cerveza. Ante tal osadía, el cliente se masturbaba con palanca y cuerpo de metal, proporcionándose un placer etílico que mostraba su orgasmo en el delicado fluir de la espuma. Los resultados se podían contemplar voyeuristicamente en una pantalla de plasma que marcaba los lúbricos centilitros consumidos. Un litro=5€.

Dejándonos encantar por la cebada fermentada, procedimos a encargar entre jubilosos gemidos una ración de ancas de rana. Nunca había yo masticado la fibra del batracio, por lo que no lo hice falto de un sagrado temor hacia la posible venganza de la rana Gustavo o alguno de sus animados parientes. Comiendo ranas, iba a traicionar toda mi infancia.

Llegaron las patitas de las ranas, rebozadas, para más señas. Los príncipes de los cuentos me miraron desde el abismo. Agarré la primera y miré a mi amigo Alberto, extremeño de pro, que siempre me ha contado como, siendo niño, se pegaba atracones de ranas que un señor vendía ensartadas en una cañilla.

Estaban muy ricas. Me comí tres pares. Seis ancas de ranas importadas de Indonesia. Deliciosas. Tiernas, suaves. Me embarga un sentimiento de culpabilidad. Lo siento por la soltería de algunas princesas que nunca encontrarán a su otra mitad, que nunca podrán cumplir el ideal monárquico. Lo siento por sus padres, que verán como su estirpe azul y majestuosa se corrompe con la sangre roja de algún guardaespaldas, escritor controvertido o preparador físico del montón.

Comer ancas de rana es de lo más republicano.

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