martes, 10 de abril de 2007

AMANECER INSOMNE.


Los sueños cumplidos son como los besos que, una vez dados, no pueden ser arrebatados. Quizás por eso ninguna de las traiciones que he sufrido, y no han sido pocas, ha mellado realmente mi alma más allá de lo asumible. Y creo que en eso se basa lo asombroso de la raza humana, en la capacidad de tragar lo intragable, de fumar lo infumable, de decir lo indecible, de sufrir lo insufrible, de contar lo inenarrable, de hacer lo irrealizable, Si es genético, tenemos sin duda el futuro de la especie asegurado. Por lo menos de la nuestra.

Hay mañanas y mañanas. Las de la infancia solemos recordarlas borrosas. Nos traen el recuerdo del tacto del hule bajo nuestras entonces pequeñas y suaves manos. El olor del pan tostado y la mermelada gomosa pegada a los dedos. Casi podemos sentir nuestras barbillas apoyadas sobre las mesas, el cerrar los ojos cuando los dedos de nuestras madres nos acarician el pelo. Ahora cuando me miro al espejo me doy cuenta de que, como el pelo, se ha perdido todo. Antes los colores se me hacían más luminosos y las horas más largas. Los domingos eran eternos como una noche de feria o un bocadillo una noche de procesiones. Creo que nunca me recuperaré de mi infancia. Cuando es maravillosa, la cosa solo puede ir a peor.

Siempre nos han dicho que hay otros que sufren más que nosotros. Nos lo recuerdan cada tarde en la televisión. Pareciera algunas veces que tratan de aleccionarnos para que sigamos asumiendo todo aquello contra lo que podríamos expresarnos. Uno tiende a bajar la vista hacia el plato y pensar en que por lo menos tiene algo que llevarse a la boca. El mensaje nos dice que no debemos sentirnos desgraciados aunque así sea. Hacer esto es como salir a la calle y gritarle al sol que deje de girar. Nacemos llorando sintiéndonos desgraciados de abandonar el cálido, acogedor útero materno.

Puede que por eso cada vez vea menos la tele y pase más tiempo frente a la titilante pantalla del portátil, desnudo y sudando mientras mi madre ve Hotel Glam en la habitación de al lado.

Cuando una chica me daba calabazas en el instituto, yo solía correr. Así me sentía enfriar. Era liberarme de las cadenas del palpitar. Un día llovió y llegué empapado a clase de inglés, con las gafas cubiertas de vaho y sonriendo. Debieron pensar que estaba loco, pero yo me sentía un rey en el pupitre resquebrajado. Hace tiempo que no corro. Las calabazas ya no me motivan.

Pensar duele y se siente como un trépano explorador, meditar se trastoca en ejercicio masoquista que aterra. Mejor nos suena sumirnos en el estudio y medición del papel couché, estudiar la orografía de un calvo altisonante o las cavernas de una mujer adicta a la cárdena vida disoluta. ¡Que hermoso y complaciente era no tener que preocuparse de saciar el estómago, sin tener que estrujarse los sesos por vislumbrar de donde o de quién procedía el bolo alimenticio diario! Como si se ejerciese en ellos una extraña magia arcana, los cuencos cerámicos producidos en masa se llenaban día tras día, las botellas de coca-cola se antojaban eternas, sin límites, como si uno bebiese del cuerno de los gigantes que antes tentase Thor.

¡Como ansío ahora el poder vivir de los minerales y las sales de la tierra, de la frescura y las moléculas de la lluvia! Pobres las flores que se marchitan en mis pasillos, muriendo lentamente al son del tecleado de este ordenador obsoleto. Pobres los niños que juegan en los jardines vecinos, incapaces de vislumbrar lo hermoso y lo terrible de lo que les depara el destino.

No morirán en Babilonia aplastados por el hierro silbante, no, pero espero que sus mentes sean libres para recordar lo que han perdido y soñar con su recuerdo. Espero que puedan decir: fui inocente, fui humano. Espero que puedan entrelazar sus manos y contemplar tiernamente sorprendidos, sin hablar, un amanecer insomne.

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