Ayer mis suegros compraron el cadaver de un cordero. Entero. Lo
trajeron a la casa y mi suegro se puso a despiezarlo en la casa de
verano. Tuve que entrar un momento en busca de la bañera para darle un
lavado a Héctor. El espectáculo era dantesco. Cenamos muy tarde y yo
gastaba un hambre del quince. Del horno sacaron un humeante caldero
lleno de patatas, zanahorias y pedazos de cordero. Al sacar la primera
costilla, la visión de grandes bolsas de grasa pegadas al hueso me
quitaron todo el hambre. Comí patatas y zanahorias con crema agria.
Luego, en la cama, me dí cuenta de lo mariconazo que era. Un vikingo
estonio, un hombre de campo como mi suegro (que hizo la mili en el
Ejército Rojo, en Sochi, cuando Rusia se escribía con todas las letras
mayúsculas: URSS) acostumbrado a hacerse la casa con sus manitas,
hubiese lanzado un grito de alegría y hubiese relamido hasta la última
pupa de grasa palpitante. De hecho él lo hacía, bebía cerveza y eructaba
sin misericordia frente a los tristes restos de Dolly.
Soy un
puto urbanita, acostumbrado a la interacción con la carne muerta
presentada en bandejas plastificadas. A veces deseo haber nacido cazurro
ugrofinés, estar acostumbrado a comer patatas cocidas y carne picada
cada dos días, a que lo más refinado que baja por mi gaznate sea una
salchica hecha con encías de cabra. Que lo más profundo que haya leído
sea el manual de instrucciones de la podadora. Que mis manos estén
esculpidas a corte de clavo y astillas de madera. Que mi mayor
preocupación sea si con tanta lluvia se echarán a perder los
calabacines.
Nos hemos vueltos muy "fisnos". Comemos cadáveres desgrasados, fileteados y envasados al vacío. Eso, y los coños depilados.
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