domingo, 28 de septiembre de 2014

EL CORDERO QUE NO COMÍ

Ayer mis suegros compraron el cadaver de un cordero. Entero. Lo trajeron a la casa y mi suegro se puso a despiezarlo en la casa de verano. Tuve que entrar un momento en busca de la bañera para darle un lavado a Héctor. El espectáculo era dantesco. Cenamos muy tarde y yo gastaba un hambre del quince. Del horno sacaron un humeante caldero lleno de patatas, zanahorias y pedazos de cordero. Al sacar la primera costilla, la visión de grandes bolsas de grasa pegadas al hueso me quitaron todo el hambre. Comí patatas y zanahorias con crema agria. Luego, en la cama, me dí cuenta de lo mariconazo que era. Un vikingo estonio, un hombre de campo como mi suegro (que hizo la mili en el Ejército Rojo, en Sochi, cuando Rusia se escribía con todas las letras mayúsculas: URSS) acostumbrado a hacerse la casa con sus manitas, hubiese lanzado un grito de alegría y hubiese relamido hasta la última pupa de grasa palpitante. De hecho él lo hacía, bebía cerveza y eructaba sin misericordia frente a los tristes restos de Dolly. 

Soy un puto urbanita, acostumbrado a la interacción con la carne muerta presentada en bandejas plastificadas. A veces deseo haber nacido cazurro ugrofinés, estar acostumbrado a comer patatas cocidas y carne picada cada dos días, a que lo más refinado que baja por mi gaznate sea una salchica hecha con encías de cabra. Que lo más profundo que haya leído sea el manual de instrucciones de la podadora. Que mis manos estén esculpidas a corte de clavo y astillas de madera. Que mi mayor preocupación sea si con tanta lluvia se echarán a perder los calabacines. 

Nos hemos vueltos muy "fisnos". Comemos cadáveres desgrasados, fileteados y envasados al vacío. Eso, y los coños depilados.

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